En esta interesante noticia de La Vanguardia de hoy, se da buena cuenta de algunos aspectos significativos del aireado borrador de la sentencia del Tribunal Constitucional del pasado 26 de octubre, por la que, afortunadamente, se entierra el impuesto municipal de plusvalía que, no hay que olvidar, supone una sobreimposición a lo ya gravado a nivel nacional en el IRPF y en el Impuesto sobre Sociedades. Aunque la resolución amputa los derechos del contribuyente para reclamar lo que, obviamente y de buena fe, pagó de forma indebida.
El Tribunal Constitucional se ha cargado el impuesto, porque ha declarado inconstitucional su sustancia. Ha hecho bien, pues es contrario a la Constitución. Punto.
El borrador de sentencia dice que su decisión “supone (su) expulsión del ordenamiento jurídico, dejando un vacío normativo sobre la determinación de la base imponible que impide la liquidación, comprobación, recaudación, y revisión de este tributo local y, por tanto, su exigibilidad”. Y urge al legislador a que “lleve a cabo las modificaciones o adaptaciones pertinentes en el régimen legal del impuesto para adecuarlas a las exigencias” constitucionales.
Según la noticia, el TC propone dos vías…
En mi opinión, el Tribunal Constitucional no tiene que proponer nada. El impuesto ha sido expulsado del ordenamiento jurídico y corresponde, en exclusiva, al legislador, en virtud de su libertad de configuración (como le tiene reconocido hasta la saciedad el mismo TC) enterrarlo o crear otro nuevo que le sustituya o no hacer nada.
Siguiendo el modelo kelseniano, nuestro Tribunal Constitucional es un legislador negativo, no tiene poder para crear una ley, simplemente capacidad para expulsarla del ordenamiento jurídico. Así ha hecho con este impuesto, a través de esta sentencia y de las anteriores.
Corresponde al legislador hacer lo que entienda pertinente, de acuerdo con la Constitución, sin que el Tribunal Constitucional tenga que darle ideas, pues no es un órgano consultivo a estos efectos.