Muy interesante el artículo del profesor Muñoz Machado, hoy en ABC:
Esta mañana de otoño la Princesa de Asturias celebra su mayoría de edad prestando juramento, ante las Cortes Generales, de cumplir fielmente sus funciones, guardar y hacer cumplir la Constitución y las leyes y respetar los derechos de los ciudadanos y de las comunidades autónomas, así como fidelidad al Rey. Es lo que manda el artículo 61.2 de la Constitución. En un país tan rebosante de personajes empeñados en no encontrar nada positivo en nuestro pasado ni en el presente, y pronosticar un futuro oscuro e incierto para una España desvertebrada y agónica, asaltada y arruinada por quienes la ven como un simple botín, la imagen de la Princesa en el estrado del Congreso de los Diputados, sonriente y decidida, mostrando a los españoles la firmeza y continuidad de la primera institución de nuestro sistema político, abriendo camino hacia un brillante futuro, es tan buena noticia que conmueve reseñarla.
Tenemos un sistema monárquico porque lo decidió la Constitución de 1978, y se ha renovado designando rey, o princesa heredera ahora, al “heredero de la dinastía histórica” (artículo 57.1). No hay derechos históricos oponibles a la Constitución o que puedan prevalecer sobre ella. De ninguna clase. No hay formas de gobierno que no dependan de la voluntad del pueblo. No se impone la monarquía a la Constitución, sino que esta la acoge como forma política del Estado. Conviene destacarlo para responder a quienes invocan una supuesta modernidad política en la que no tendría cabida una institución secular como la monarquía, sin anclaje en la soberanía popular. Bien al contrario, es el pueblo soberano quien lo ha decidido al ejercer el poder constituyente. Es normal que las constituciones y los textos fundamentales de la organización del Estado no utilicen fórmulas experimentales, sino que se valgan de instituciones arraigadas, traídas de la experiencia universal y de nuestra historia. No solo por razones de seguridad y estabilidad, sino también por motivos culturales apreciables.
No es esta la única conexión institucional con la historia que contiene el texto de la Ley Fundamental. Casi todas las estructuras políticas han madurado en una tradición de constitucionalismo que cuenta ya con doscientos años de antigüedad. Y, si hacemos caso al ‘Discurso Preliminar’ de nuestra primera Constitución, la de 1812, se comprobará que ni la protección de las libertades ni la división de poderes y otras modernidades inventadas por el constitucionalismo liberal eran desconocidas en la tradición medieval española. Las comunidades autónomas que tienen atribuida en sus estatutos la condición de ‘nacionalidades’, han apelado todas a sus derechos históricos (no solo el País Vasco y Navarra, expresamente mencionados en la disposición adicional primera de la Constitución). Cuando se ha tratado de concretar en qué consisten esos derechos históricos, la respuesta más convenida y exacta es la que los refiere a las instituciones de gobierno, la lengua y las tradiciones propias, su derecho foral cuando ha existido y, en el caso de las dos comunidades mencionadas, una cierta forma particular de financiación. Lo demás, de haber existido, pertenece a la historia medieval.
Sería incomprensible que la nación española no hubiera hecho valer sus derechos históricos, que la identifican como comunidad de intereses y de destino, al establecer la norma constitucional por la que se rige. No es difícil seguir su huella en la Carta Magna cuando se refiere a la lengua, a la cultura, a las instituciones de gobierno o a la Monarquía parlamentaria como forma política del Estado (artículo 1.3). Acepta la forma monárquica que ha existido en España desde que nació el Estado e institucionaliza la dinastía que lleva encarnándola más de trescientos años. También para la nación española, como proclaman para sí las nacionalidades mencionadas, es necesario que la Constitución respete sus instituciones, su lengua, sus tradiciones y los derechos de los ciudadanos. Este conjunto de valores, que identifican a una comunidad política, son también su Constitución histórica, respetada y asumida por la Constitución normativa vigente.
En un célebre debate que acompañó al primer constitucionalismo, el iniciado con la Constitución norteamericana de 1787, las francesas de 1791, 1793 y 1795, y la española de 1812, se puso en cuestión que pudiera existir ningún principio o valor, procedente de generaciones anteriores que vinculara a las generaciones vivas. Thomas Jefferson, Thomas Paine, James Madison, Edmund Burke, o Gaspar Melchor de Jovellanos figuran en la nómina de los más destacados en la polémica. La cuestión debatida fue si las constituciones pueden tener vigencia indefinida o deben cambiarse por cada generación, si las generaciones muertas pueden imponer sus soluciones a las vivas. “Las ataduras del pasado son como grilletes de arena”, aseguró Paine, el más radical defensor del constitucionalismo generacional. Postura muy distante fue la de quienes argumentaron sobre la brevedad del presente y observaron que cada generación está estrechamente relacionada tanto con el pasado como con el futuro. Ni se pueden despreciar las necesidades del futuro ni rechazar los logros del pasado.
En algunas ocasiones de nuestro pasado constitucional se defendió con exceso que la Constitución histórica se impone al poder constituyente soberano. En Inglaterra, que no tiene Constitución escrita, la Ancient Constitution es el marco normativo dominante, formado por tradiciones y costumbres políticas. Nuestro sistema constitucional es distinto porque no desprecia las instituciones características de nuestra historia, pero las ha positivizado, transformándolas en reglas escritas en virtud de la voluntad soberana del constituyente.
Un acto como el de hoy en las Cortes Generales muestra la vitalidad de la Constitución y el ingenio de la solución política elegida por un pueblo sabio, condición que tan apresuradamente suele negarse al español, para asegurar su felicidad y bienestar futuros: la conjunción de la legitimidad dinástica, generada en la historia, con la legitimidad constitucional, para permitir la renovación de la primera institución del Estado. Cabe augurar que el acto de hoy tendrá un efecto revitalizador en las demás instituciones del Estado, tan necesitadas de autoestima y prestigio, para que no se apoderen de ellas la desidia y la mediocridad. A todas las instituciones españolas, públicas o privadas, les toca ahora ponerse al día para prestar el mejor servicio a los intereses generales. También a las instituciones culturales, que singularizan y dan continuidad al genio de una comunidad.
La Real Academia Española nació en 1713, casi al mismo tiempo que se instaló en España la dinastía borbónica, y recibió el privilegio para organizarse y funcionar del primer rey de la Casa de Borbón, don Felipe V, en 1714. A lo largo de trescientos años hemos mantenido el brillo, la unidad y la pujanza del primer bien cultural de la nación, que es nuestra lengua. Cuando los lazos políticos con América se rompieron, la única institución que mantuvo sus funciones y autoridad en el aquel continente fue la RAE, acompañada, pasados los años, de las academias americanas hermanas.
Algún día, Alteza, os corresponderá, como establece el artículo 62 j) de nuestra Constitución, ejercer el Alto Patronazgo de nuestra institución. Guardaremos, como hasta ahora, nuestra lengua ordenada y unida, con todas las variedades que la enriquecen, difundida en un espacio global y sin fronteras, donde no se pone el sol.